Mis inicios en la alta cocina

   Antes de liarme con el contenido de la entrada, al que hace referencia el titulito de la misma, hay que aclarar algo. Quien escribe lo que estás leyendo no es el ínclito creador de este blog, sino un colaborador al que irresponsablemente el mencionado creador ha pedido modesta colaboración. Por lo tanto, si esta entrada resulta no ser lo que esperabas y termina por defraudarte, haciéndote perder el tiempo, te insto a que se lo hagas saber para que algo así no vuelva a suceder. Conforme avancéis en la lectura os iréis dando cuenta del por qué digo “irresponsablemente”; y a la par entenderéis que firme el “artículo” con mi seudónimo cibernético (vulgo nick, o nickname para los más puntillosos) y no con mi nombre real.

   Dado mi bagaje en el mundo culinario, y siendo el creador de este blog consciente de ello, e inductor de esta entrada que aún estás leyendo, la idea era hablar aquí de los huevos, y mi experiencia con ellos.
Al releer el párrafo anterior me he dado cuenta de que no sé si sería más conveniente al hablar de “huevos y mi experiencia con ellos” hacerlo en singular, y decir: “el huevo y mi experiencia con él”. Pero teniendo en cuenta que eso sería impreciso (pues hay más de un huevo en mi historial culinario) al hablar de huevos de ahora en adelante lo haré así, en plural, por lo que insto al lector a que no sea suspicaz y mal pensado y no le permita a su mente divagar hacia la broma fácil. Si no lo habías hecho, pero he terminado por inducirte a ello, pido mil perdones.

inicios, alta, cocina
   Como decía antes del inciso, la idea era hablar de huevos en particular y cómo me he desenvuelto yo en este campo; pero ya ni modo, después de ver la entrada de Jon DC sobre el “huevo cocinado a baja temperatura” y haberle echado un vistazo al blog recomendado por él, mejor será hablar de mi experiencia en cocina en términos más generales, aunque salgan los huevos a relucir, pues es mi experiencia con ellos mayor que con cualquier otro plato no precocinado. Vamos a ello.

   Mis comienzos culinarios fueron en la alta cocina y me dejaron marcado de por vida. –“Pues no lo parece, a juzgar lo dicho hasta ahora” -pensaréis con razón. Me explico. Era muy joven, apenas un niño, y tan bajito que os aseguro que la cocina era alta, muy alta para mí. Y quedé marcado de por vida, porque en aquel primer intento de freír un huevo, tal era el miedo a quemarme con el aceite que precisamente me quemé con él. El salpicón fue considerable y recibido casi íntegramente con el torso, desnudo, pues en un alarde de suma estupidez me había puesto a la faena tal y como iba pertrechado siempre en aquella época y con aquella edad durante todo el verano, con tan sólo un bañador. De esta experiencia saqué varias conclusiones: que no es buena idea cocinar en bañador; que un huevo abandonado en una sartén con el aceite muy caliente se quema rápidamente mientras gritamos de dolor y soplamos sobre la zona afectada, al tiempo que no paramos de saltar y maldecir a toda la corte celestial que somos capaces de recordar, como si ellos tuvieran la culpa de nuestra inutilidad y estupidez; que algunas estupideces dejan señales de por vida; y que definitivamente yo era más tonto e inútil de lo que hasta entonces me creía.
   Además de las conclusiones, tomé la firme determinación de no acercarme a los fogones, ni siquiera por necesidad, jamás en la vida. Y así fue durante unos cuantos años. Hasta que un día solitario y acuciado  por el hambre tuve la recaída, y la peregrina idea de intentar hacerme un par de esos huevos fritos al estilo de mi abuela: con puntilla crujiente y doradita, y una yema cremosa en donde untar si fuera necesario toda una barra de pan. Por entonces ya era un adolescente con más experiencia en la vida, aunque la genética no fue muy brillante conmigo y seguía siendo bajito, con lo cual sería todavía esa labor una experiencia de alta cocina; aunque ya no tan alta. Si no los hubiesen inventado ya, ese día yo hubiera sido el inventor de los huevos revueltos. Sin hiervas, sin tomate, sin cebolla… pero revueltos. Eso se parecía a los huevos fritos con puntilla de mi abuela lo mismo que se parecen Angelina Jolie y Carmen de Mairena.
   Y así me salieron durante mucho tiempo los huevos fritos: yemas reventadas, a veces muy hechas, a veces muy crudas; claras semicrudas y babosas en ocasiones, y otras requemadas tanto que la puntilla no era puntilla, era puntillón. Algunos de ellos parecían una suerte de “huevo frito deconstruído”. Otros simplemente “huevo frito destruido”. Los más “requemado”  y algunos los podríamos bautizar como “huevo parcialmente frito”, o “huevo frito, pero poco”. O sea, un desastre.
   -¡Eres tan tonto que no sabes ni freír un huevo!- me decía mi propia conciencia, y me defendía contestándole: -¡Joder, no es tan fácil como dicen!, además me quemo siempre con los salpicones.
-Si no soltaras el huevo desde tan alto no tendrías ese problema. Más que echar un huevo en la sartén parece que estás poniendo un par de banderillas en Las Ventas.
-Es cierto, tienes razón –tuve que admitirle a mi propia conciencia-. Pero es que tengo miedo al aceite caliente desde niño. ¿No recuerdas?
-Patológico. O sea: estúpido. Miedo estúpido que te convierte en tan estúpido como él.
-Pero… ¿no se supone que ya soy tonto?
-Sí, pero no tanto como para ser un estúpido integral. ¿No ves que estás reflexionando?
-¡Claro! –Exclamó con sorpresa la parte de mi exigua inteligencia que hablaba con mi conciencia-. ¡Hablar contigo es reflexionar!
-¡Eureka! Te diste cuenta. Y me alegro, pero tienes que hacerlo más a menudo. Eso sí, no lo hagas en voz alta. Al menos no delante de los demás.
-¿Por qué?
-Porque además de más o menos tonto les ibas a parecer loco.
-Y loco no estoy, ¿verdad? –pregunté con preocupación.
-No. Al menos todavía... o no del todo.
-…………………………………….. –y no dije nada durante un rato. Tampoco mi conciencia, hasta que pregunté-. Entonces, ¿qué hago?     
-¿Con tu vida?
-¡No!.. Bueno, sí pero no… quiero decir… supongo que esa es la pregunta correcta, pero ahora te preguntaba por los huevos.
-Mira, melón –dijo en un tono burlesco y de superioridad-. Teniendo en cuenta tu grado de inutilidad y el nivel de inteligencia que vienes demostrando hasta ahora, tu mejor solución es imitar –hizo una pausa y prosiguió-. Piénsalo bien, porque esto es un apaño que te servirá no sólo para hacer huevos fritos.
   Tenía razón. Siempre la tiene. Mejor me hubiera ido si le hubiera hecho más caso. Sí se lo hice en aquel momento. La próxima vez que alguien experimentado friera un huevo cerca de mí iba a poner atención. Aunque al parecer no fue suficiente.
   El principal problema era no salpicarme con el aceite a la hora de soltar el huevo en la sartén. Había observado cómo otros lo hacían, dejando caer el huevo muy próximo al aceite con mucha suavidad. Ese era el misterio para evitar al menos los primeros y más grandes salpicones. Con esto en mente fue como me puse a freír mi siguiente huevo, por desgracia… Recuerdo como si fuera ayer mismo que lo hice. Recuerdo haber cascado el huevo con sumo cuidado. Cómo me mentalicé para no temer al aceite, y cómo acerqué el huevo cogido con ambas manos todo lo que pude a él. Tiré de los pulgares a ambos lados de la cáscara con firmeza pero con suavidad, con el fin de que el contenido saliera poco a poco y no de golpe. No había comenzado a caer la clara, cuando de pronto el huevo entero salió despedido de mis manos, gracias a un movimiento conveniente pero involuntario de mi mano derecha. No pude batir el record de altura de lanzamiento de huevo cascado, por no haber conmigo en ese momento un notario dispuesto a certificarlo, y porque éste se estampó en la campana extractora. ¿Qué había sucedido?
   No era un caso para enviar a Iker Jiménez; entre otras cosas porque en aquella época supongo que estaría jugando a las canicas, o a las chapas. Tampoco a Jiménez del Oso; pues ni el objeto volador era “no identificado”, ni mi brazo había sido movido por ente extraño ajeno a mí, ni el asunto entrañaba ningún misterio indescifrable. Se trataba simplemente de una nueva demostración de lo inepto que puedo llegar a ser. En mi afán de soltar el huevo con gran suavidad y muy próximo al aceite, no me di cuenta que el inútil de mi dedo meñique de la mano derecha se había sumergido un tercio en el caliente elemento. Después del lanzamiento de “huevo cascado” creo que di cómo treinta o cuarenta saltos al tiempo que hacía el molinillo con la mano cómo si quisiera que ésta se despegara de mi brazo. Intentaba gritar. Lo juro. Creo que por el efecto del dolor se me habían encogido las cuerdas vocales, o no sé qué madres, pero no pude hacerlo por un tiempo.
   Cuando pude, grité cómo podéis imaginar que grita alguien a quien se le fríe un dedo. Si las lágrimas hubieran sido perlas hubiera hecho fortuna. Creo que estuve más de media hora con el dedo bajo el grifo. Sí, ya sé que dicen que está contraindicado, pero pienso que quien dice eso no se ha frito un dedo jamás. Necesitaba ese alivio inmediato.
-¡Eres tan tonto que en vez de freír un huevo te fríes un dedo! –me espetó mi conciencia mientras me aliviaba con el agua.
fantasía, mazapán, azúcar
Fantasía en mazapán y azucar. Lucíe Vollsteín.
   Hasta ese momento mis lágrimas habían sido de dolor, pero en ese instante comencé a llorar de verdad. Mi propia conciencia hundía tanto mi autoestima que me sentía el ser más inútil del planeta.
-¡Eh!, deja de llorar como una nenaza –dijo mi (a veces) machista conciencia-. Todo tiene solución.
-¿Todo? –pregunté todavía entre sollozos.
-Bueno… eh… para serte sincero… todo todo, no. Pero esto sí.
-¿Sí? –pregunté ahora más calmado-. ¿Y cuál es?
-La tortilla.
Pero esa es otra historia.

MELMAVERICK

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